lunes, 16 de abril de 2012

RETORNO IMPOSIBLE

        
(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)



                                 ¿Pero cuánto tiempo, muchacha, puedes buscar algo que                                      no está perdido? (De una canción de Bob Dylan)


         Confieso que a veces me da por escaparme del presente en que vivo y me dedico a realizar viajes por mi pasado. Me despido entonces de cuanto está a mi alrededor y me dirijo al reencuentro con un mundo y unas gentes que ya sólo existen en mi memoria. Yo le llamo a esta manía "mi complejo de viejo elefante", pues éste, el elefante viejo, cuando siente que se le va acabando la vida, va en busca de un cierto lugar, no sé si para morir en él o porque crea que allí podrá volver a empezar a vivir de nuevo. Prefiero esta segunda hipótesis, tal vez menos cierta pero más bella. Los humanos hacemos también algo parecido: retornamos a nuestros orígenes, "a la recherche du temps perdu" que decía Marcel Proust. Pero nuestra gran tragedia estriba precisamente en que, si bien podemos regresar a los lugares donde antaño vivimos, nos es imposible el retorno a los tiempos que fuimos dejándonos atrás. Y todo lo de entonces, las personas queridas que perdimos y las experiencias que nos proporcionaron alguna felicidad, jamás podrán ser ya para nosotros más que una huella en la memoria, unas imágenes neblinosas que se difuminan en la lejanía del tiempo.

         En esas fugas mías al pasado me veo yendo a una especie de guardería escolar en la barriada de Hadú, una "miga" como la llamaban entonces, tan pequeña que sólo era una habitación alargada en una vivienda. Allí, una mujer guardaniños a la que pagábamos con una moneda de diez céntimos que le entregábamos cada mañana al llegar, nos enseñaba a contar y a rezar, cantando todos a coro los números y las oraciones con un rítmico sonsonete que aún recuerdo. Yo debía tener por entonces unos cuatro o cinco años. En los días de lluvia me quedaba mirando absorto por la ventana viendo cómo caía el agua afuera, mientras cantábamos "¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajarillos cantan, las nubes se levantan…!" Quizá por eso, ahora todavía, me gusta tanto ver llover desde detrás de los cristales. Supongo que aquella paciente mujer habrá muerto ya hace años, pero... ¿y aquellos otros niños y niñas que estaban allí conmigo?... ¿Qué sesentones serán como yo, si es que no murieron también?...

         Después me veo viviendo en la barriada de la Lealtad, una barriada de pequeñas casas rodeadas de arriates con muchas plantas y flores, detrás de un cuartel, junto a una explanada que servía de picadero de caballos, al pie mismo de una cantera. Ya tenía yo siete u ocho años y formaba parte de una pandilla numerosa de niños que acudíamos a jugar a aquella explanada, expuestos al tétano, y a los que no nos arredraba trepar como lagartijas hasta lo más alto de la cantera para apedrear desde allí arriba a los niños de otros lugares de la ciudad que también solían acudir allí y que habían ocupado antes que nosotros la explanada. Recuerdo los nombres de aquellos de mi pandilla: Simón Chamorro, Mateo y Vicente Camacho, Paquillo Alcántara, Antonati, etc., pequeños granujas todos, como yo mismo, siempre escalabrándonos los unos a los otros a pedradas y golpes. Y la pequeña escuela del Valle, junto a la iglesita del mismo nombre, con un severo maestro, Don Vicente Carretero, que nos pegaba en los nudillos de los dedos con una regla de madera.

         Y enseguida, en el año 36, la Guerra Civil, con mi padre en el frente y yo escribiéndole cada domingo, como un rito semanal impuesto por mi madre, largas e ingenuas cartas con muchos borrones de tinta. Y los bombardeos de vez en cuando (¡día de Santiago, con el acorazado Jaime I disparando sus cañones a la ciudad desde poco más allá de la bocana del puerto!); y las colas todas las mañanas desde muy temprano para conseguir dos litros de leche en un puesto de la Plaza de Azcárate; y los juguetes hechos por mí mismo, pelotas de trapo, barcos de corcho, construcciones y soldados de cartulina recortable; y las lágrimas y suspiros en los ojos y en los labios de mi madre... E ir creciendo un poco más cada mes. En las tardes, anocheciendo ya, cuando me recogía en casa, me veo sentado con mis hermanos, junto a nuestra bisabuela Bárbara, una viejecita dulce y menuda que nos contaba cuentos mientras pelaba las patatas para la cena: "El castillo de irás y no volverás", "La sierpe de las siete cabezas", y otros muchos de hadas, gigantes, príncipes, princesas, brujas y encantamientos. Yo creo ahora que en aquel tiempo, con las cartas dominicales a mi padre en la guerra y las narraciones de mi bisabuela que nutrían mi imaginación, se fue fraguando en mí la predisposición a escribir.

         Más tarde, ya adolescente, el bachillerato en el viejo Instituto -ya desaparecido- y en el Colegio de los Agustinos, con el tormento para mí de las Matemáticas: las primeras gafas, el primer bigote, los primeros sueños e ilusiones, los sábados de cine en el Apolo o en el Cervantes, la noria del paseo, calle Real arriba, calle Real abajo... Y un gran amor juvenil por una muchachita con trenzas que luego se fue con su familia a otra ciudad y me olvidó por otro.

         Todo esto, en mí como en cualquier otra persona, es un viaje por las estancias de la memoria de otro tiempo, con una extraña sensación de libertad y sosiego. Pero, a la vez, con la tremenda angustia de que todo el recorrido es sólo un engañoso retorno a lo que ya no existe, una búsqueda infructuosa y amarga de lo que ya está definitivamente perdido. Y sin embargo, no cesamos de buscar.





(Juan Díaz Fernández, tercero por la derecha, con un grupo de amigos en el Muelle Alfau, años 40)







4 comentarios:

  1. El Gran Maestro de la literatura ceutí

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    1. Gracias por tan halagadoras palabras. Esté donde esté, las habrá leído y te las agradecerá. Un abrazo, seas quien seas.

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  2. Ha sido una verdadera pena que la Muerte nos lo haya arrebatado. Creo que nuestro querido Profesor, con los años (con algunos más) y si la Muerte lo hubiera avisado con tiempo...¡¡¡que maravilloso libro de Memorias!!! nos habría dejado y que yo ahora podría estar saboreando en las largas noches de mi vejez.

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    1. Cuanta razón tienes. Es lógico que yo, como hijo, lamente su temprana pérdida. Pero, objetivamente, creo que la ciudad perdió también parte de su Memoria, si no histórica (hay estupendos cronistas de la ciudad), sí poética y sensible. Sabía dar categoría los pequeños detalles, a la gente cotidiana, al paisaje desdeñado. Un saludo, y gracias por tus palabras.

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