jueves, 8 de marzo de 2012

UN CIERTO ESPIRITU FENICIO

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         Muchas mañanas suelo acudir temprano al café, a tomar mi manzanilla del Pirineo, que es lo mejor que me cae en el estómago a esas horas, y de paso a leer allí mismo El Faro, que todavía está con el olor a tinta de la rotativa. Esto me gusta, me resulta familiar, es uno de esos olores que yo llamo" de empezar el día", como el del pan tostado o los churros, o ese otro que algunas mañanas sube del puerto, a algas y pescado, olores que me ayudan a desperezarme sicológicamente cada mañana, como una caricia que me estimula.

         En el café coincido casi siempre con unos parroquianos habituales a los que ya me une una cierta relación como de viejos camaradas, unidos por la costumbre de pasar juntos aquellos momentos iniciales de la jornada: un Agente Comercial con su gruesa cartera de cuero, hinchada por sabe Dios cuántos catálogos, libretas de pedidos y albaranes; un Director de Banco, encorbatado siempre, y jovial; y don Ernesto, un jubilado de algo, que me recuerda al maestro que me preparó para el ingreso en el instituto y que, el pobre, pasó lo suyo para que yo aprendiera aquello del "dos pi erre" y el "pi erre dos", que aún sigo dudando cual se refiere al círculo y cual a la circunferencia. "¡Lo tuyo, hijo mío, no va por el camino de las matemáticas!", me decía. Pero a fuerza de paciencia, de cariño, y de algún que otro coscorrón, consiguió sacar de mis entendederas lo poco de números que todavía sé.

         El Agente Comercial tomaba sólo una "leche manchada"; el Director de Banco un" café cortado"; y don Ernesto, su" carajillo", o sea, un café con coñac. La verdad es que tenía prohibido el café y el coñac, pero era lo que él decía: "Ni esto es café, ni por las gotas de coñac que Paco le pone voy yo a reventar", lo cual sacaba de quicio a Paco el de la barra, que presumía de preparar el mejor café que se podía tomar en la ciudad. Claro que don Ernesto, para eliminar los efectos nocivos de aquella mixtura, agarraba luego al primer desocupado como él que se encontraba y se lo llevaba a dar una larga caminata por los muelles, "A ver los barcos -según explicaba-, que como sigan las cosas como ahora, ya dentro de poco no vamos a poder ver más que los transbordadores" .

         Aquella mañana, estaba don Ernesto que trinaba.

         - ¡De todos los pueblos antiguos que han pasado por aquí, no nos ha quedado más que el espíritu de los fenicios! -estaba diciendo- ¡Aquí es fenicio ya hasta el gato!...

         -¡Don Ernesto! -le advertía Paco, limpiándose las manos con su mandil- ¡qué se le enfría el "carajillo"!...

         Y el viejo jubilado gruñía con voz cascada por los años:

         -¡A mí no se me enfría ningún "carajillo"! ¡ Y déjame que hable, puñetas!... ¿O es que no os parece una cochina “feniciada” eso de expropiar a la gente sus terrenos por cuatro cuartos y luego no aprovecharlos para nada y subastarlos por muchos millones?

         El Director de Banco empezó a decir que ya habían pasado años desde la expropiación, que el dinero ha ido cambiando de valor, que la demanda pública de solares edificados, que...

         - ¡Y que todos los precios suben! -le interrumpió el Agente Comercial, que tenía un pariente Concejal.

         -¡Lo que sube es el "cabreo" de la gente! -replicó vivamente don Ernesto- ¡Piensen ustedes en cómo se sentirán aquellos propietarios!... ¡Estafados!... ¿Y cuánto les tendrían que pagar ahora?... ¡Díganmelo ustedes que tanto saben de negocios... ¡Pues no me negarán que esto ha sido un buen negocio!... ¡Lo que yo digo, señores: el espíritu de los fenicios, que se ha instalado en esta ciudad!

         Yo me había mantenido un poco apartado de la reunión, dándole vueltas en mi cabeza a algo que me había contado una buena amiga mía que no tenían apenas agua en la casa, y de pronto, el vehemente jubilado se dirigió a mí, espetándome como un escopetazo:

         -¿Y usted qué opina… ¡Aquí tiene usted un tema para escribir!... ¡Escriba, escriba usted para el periódico, usted que tira de pluma!...

         Me cogió tan de sopetón, tan ensimismado yo con el pensamiento puesto en aquellos grifos estériles de mI amiga, que sólo acerté a balbucir algunas palabras.

         -¿Yo?... Pues, mire…, la verdad…, bueno, aquí en el periódico ya dice algo…, vea..., vea,  aquí, en esta página…, lo de la reunión del Pleno Municipal...

         Y mientras don Ernesto y los otros dos se enfrascaban en la lectura conjunta de El Faro, aproveché la ocasión y, tras pagar la consumición, me fui del Café.

         Por la calle Real subía ya la riada de compradores forasteros recién llegados en el primer transbordador, bullendo apresuradamente por los bazares y por los tenderetes de portal. Mientras yo iba a mi aire, con ese aire de despistado que dicen que llevo siempre encima, me pareció sentir que una extraña presencia gravitaba en el ambiente como un diosecillo invisible. ¿Será acaso el espíritu de los fenicios?, pensé. Y continué calle abajo, observando que ya el milagro renovado de la primavera había hecho surgir los brotes tiernos en las cortezas añosas de los árboles.



Sarcófagos fenicios del Campo de Gibraltar

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