martes, 7 de febrero de 2012

PAISAJE CON UN CICLISTA EN PRIMER PLANO

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)



         El ciclista circulaba siempre por la ancha acera de la Marina. Su bicicleta tenía cuatro ruedas, dos grandes y otras dos muy pequeñas adosadas a la grande trasera para mantener la verticalidad del vehículo: una bicicleta para niños que aún no saben conservar el equilibrio sobre sólo dos ruedas. Pero él ya no era un niño. No sé qué edad tendría, quizá veinte años, o veinticinco, tal vez más O tal vez menos: esa edad indefinible de los que nunca salieron de una niñez intelectual aunque su organismo se haya hecho adulto.

         Se le veía en su bicicleta, paseando despacio por todo el largo de la Marina, siempre por la acera, repitiendo una y otra vez su recorrido, incansable y silencioso en su noria de todos los días, incluso cuando la llovizna no cesaba de caerle encima o el fuerte sol le azotaba con sus rayos. Protegido por un impermeable azul de plástico y una gorrilla de la misma tela, desafiaba impertérrito a la lluvia; cubierto con un sombrerillo de paja se defendía del sol. Pero él no dejaba de salir a su continuo dar vueltas por la acera de la Marina en su bicicleta de niño.

         Miraba a los transeúntes con unos ojillos ingenuos a través de los gruesos cristales de sus gafas de miope, y sonreía con un extraño orgullo. Junto a la rueda delantera llevaba una banderola del Real Madrid. Creo que se sentía feliz.

         Un día dejé de verlo. Transcurrieron muchos días más sin que su figura familiar a mis ojos volviera a aparecer por allí. Le empecé a echar de menos porque había llegado a formar parte del paisaje de mi calle, y entonces pregunté por él. Me dijeron que murió.

         Han pasado ya muchos años y quizá alguien pueda pensar que no merece la pena que yo lo recuerde ahora. Al fin y al cabo, sólo era un extraño ciclista que daba vueltas y vueltas por mi calle de la Marina, una nota más en el paisaje, acaso un simple motivo para la ternura y la compasión. Pero no: era mucho más que eso, era todo un símbolo de cómo se puede ser feliz con muy poca cosa: con solo una pequeña y ridícula bicicleta y una acera por delante para pasear por ella.

         Pienso que existen muchas personas cuyas vidas se reducen a eso: a dar vueltas en una noria cotidiana bajo el sol o la lluvia, siempre con las mismas caras alrededor, siempre con los mismos afanes y realidades en un limitado horizonte, siempre como un niño sin futuro de hombre recorriendo una misma acera. Y que incluso se permiten la sencilla alegría de adornar su vehículo con un banderín.

         No sé si fue Séneca el que decía que la felicidad consiste en estar contento con lo poco que se tiene y no sufrir por lo mucho que se deja de tener. Quizá esta actitud ante la vida sea negativa porque supone una carencia de ambiciones que en nada contribuye a ningún progreso. Si todos fuésemos así, la aventura humana por vivir no se produciría. De ahí que sea necesaria la justa ambición. Lo contrario, la resignación y el fatalismo, serían como un niño incapaz que da siempre las mismas vueltas por la misma acera.

         Sigo pasando todos los días por la Marina y veo muchos otros ciclistas que la recorren con velocidad y destreza. Pero ninguno me inspira nada en su ordinariez. Lo extraordinario, lo admirable, lo digno de ser recordado era aquel otro, con su impermeable azul bajo la lluvia, con su sombrero de paja bajo el sol, con sus gafas de gruesos cristales que le empequeñecían los ojos, con su mirada indefensa, con su banderola del Real Madrid y su inocente dicha. ¡Cuánta paz ponía en el paisaje de mi amada calle!... Por eso me acuerdo de él.



Ceuta, Paseo de La Marina (hacia 1992, fotografía de Juan Díaz Fernández desde uno de los balcones de su casa)

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