miércoles, 11 de enero de 2012

UNA VIEJA DAMA

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         La casa de uno es como el vientre materno: allí se encuentra protegido, seguro y a gusto. Los animales irracionales, hasta los más feroces, sienten la querencia de la madriguera, del nido, del cubil, o simplemente del establo o del corral. Tanto más los humanos: en pocos lugares como en la propia casa se tiene la misma sensación de independencia, de libertad incluso, y de sosiego. De aquí el tremendo drama que supone la carencia de una vivienda digna o de un hogar en paz.

         Mi casa se halla en la Marina, de cara al mar y a la Península. Cierto es que la azota el viento de Poniente, y que cuando llegan los aires fríos del Norte se cuelan por todas las rendijas de las añosas ventanas. Pero, así y todo, yo me siento muy afortunado de vivir en ella. Es una casa de apariencia señorial, con sus torreones y cresterías en todo lo alto. Y cuenta ya con mucho más de medio siglo. Yo la veo como una de esas viejas damas empingorotadas de pelo blanco violáceo, con gargantilla de terciopelo en el cuello pellejudo, camafeo de ónice colgándoles sobre el pecho, varios anillos en los huesudos dedos, y bastón de ébano con empuñadura de plata o marfil, que se mantienen a despecho del tiempo con su arrogante dignidad y sus recuerdos.

         Mi casa tiene, además, un ascensor magnífico y vetusto de madera noble, con rejas labradas, asiento forrado de gutapercha y un espejo. Sólo le falta poder subir y bajar, pues el pobre armatoste se paró un día y dijo que ya no se movía más. Y allí se quedó, derrengado en su hueco, al pie de la escalera, enmoheciéndose y cubriéndose de polvo, pero con su prestancia y señorío de antaño.

         Al principio la llamaron “la casa de los púlpitos” por la forma de sus numerosos balcones; más tarde fue “la casa de la Nestlé” porque en su planta baja se hallaba ubicada la Delegación de esa Compañía. Y allí acudíamos los niños de mi tiempo, allá por los años treinta y cuarenta, a cambiar los envoltorios de las chocolatinas por estampas de los célebres álbumes Nestlé, y nuestras madres a cambiar también las etiquetas de La Lechera por cubiertos de alpaca. Después la conoció la gente por “la casa amarilla que está entre la de Borrás y la Comandancia de Marina”. Hoy es simplemente “la casa del butano”  porque allí están las oficinas de la Compañía Atlas en donde se hacen los contratos del gas, en el primer piso, justo debajo del mío. Como se ve, no tiene pérdida.

         Traspasada la entrada de mi vivienda se encuentra un pasillo largo al que dan varias puertas. La segunda a la izquierda es la del cuarto donde me encierro a escribir. Es una estancia de dimensiones regulares, con dos librerías que llegan hasta el techo, un sofá cama, una mesa de despacho y, junto a la ventana que se abre a un balcón, la mesita con mi máquina de escribir. Hay también un mueble con el equipo de música y un sillón giratorio con ruedas. En los estantes de las librerías se aprietan los libros, los discos, los trofeos deportivos de mi juventud, piezas de cerámica popula, y un montón de cachivaches y miniaturas. En las paredes hay cuadros, fotografías enmarcadas, y varias repisas con libros, coches en miniatura, un gran barco de pesca y mis dos veleros, uno sobre una peana, con sus velas al aire, y otro encerrado en una botella, que son para mí como dos símbolos: el de la libertad y el de las ansias imposibles.

         Muchas noches, mientras escribo desvelado, contemplo desde allí, entre parrafada y parrafada, las luces del puerto. Hay dos que me fascinan especialmente: una roja y otra verde en cada uno de los lados de la bocana. Las dos se están encendiendo y apagando intermitentemente durante toda la noche, como latidos de luz. A mí se me figura que son como un diálogo entre dos seres separados por la distancia que nunca se pueden encontrar juntos, o quizás un duelo a pistola entre dos duelistas que se disparan sin cesar sus balas rojas y sus balas verdes. Las dos luces no tienen el mismo ritmo de encendidos, pero cada siete u ocho veces coinciden y se encienden al mismo tiempo. Entonces es como si estallara en la noche el júbilo de un milagro. Más lejana, al otro lado del Estrecho, veo otra tercera luz -blanca ella- que parpadea insistentemente como queriendo sumarse a la aventura de las otras dos: es el faro de Punta Europa, en Gibraltar la irredenta.


         En fin, ésta es mi casa, una vieja dama, el cálido refugio donde quien quiera me puede encontrar: no le negaré una taza de café o un vaso de buen vino, y mi amistad. Ya lo saben: allá por la Marina…


"La casa de los púlpitos" (foto de Juan Díaz Fernández)

Juan Díaz Fernández en su estudio.

4 comentarios:

  1. Carlos Romero Esteban9 de febrero de 2012, 11:27

    Conocí a Juan a través de su perro. Una vez lo llevó a mi clínica, alla por el año 1991, porque padecía una conjuntivitis purulenta. Tras sedarlo, y explorar su ojo enfermo, le extraje una espiga de 3 cm que se había alojado debajo de su tercer parpado. Juan no daba crédito a lo que veía y yo, me dije: una batalla más contra las "inofensivas" espigas del verano. Carlos Romero Esteban. Veterinario

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    1. En nombre de su familia, gracias Carlos por recordar la figura de Juan Díaz y de su perro, Bounty. Los dos, allá donde se encuentren, seguro que recordarán con cariño la anécdota que cuentas. Un abrazo.

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  2. Hola, yo fui alumna de Don Juan. Estudié Magisterio. Guardo un recuerdo entrañable de él. Me quedo con su humanidady su saber estar. Guardo con mucho cariño dos ejemplares de su obra. Vino a verme a casa una tarde, después de enterarse de que estaba enferma. A lo largo de mi enfermedad se pasó por casa de mis padres más de una vez para vernos y acompañarnos. Me regaló una lámina de Vincent Van Gogh porque sabía lo mucho q me gustaba su obra, aún la conservo. Lo recuerdo con muchísimo cariño,haya donde esté mi respeto y admiración van con el. Lolitere Rojas

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    1. Gracias también, Lolitere, por tus bonitas palabras. La verdad es que Juan Díaz se caracterizaba por esa humanidad de la que hablas que, en los tiempos que corren, tanto se echa en falta. Era un "humanista" en el amplio sentido de la palabra. Un fuerte abrazo ISMAEL DÍAZ

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