domingo, 15 de enero de 2012

PAISAJE CON GAVIOTAS

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)

         Un cierto pudor me empieza a invadir cuando me dispongo a escribir este artículo: temo que a más de uno de los lectores vaya a parecerle insólito. Y es que, la verdad, estamos todos tan acostumbrados a encontrar en los periódicos los mismos temas, siempre, o sea, la política y los políticos con sus entresijos y avatares, los acontecimientos del mundo y del país, las cosas del Ayuntamiento, la palabrería de unos y de otros, la magnificación del fútbol, los sucesos, etc. que puede resultar en cierto modo insólito, por no decir ridículo, el que yo venga ahora a ocupar este espacio de El Faro con un artículo sobre las gaviotas. Pero, en fin, no pierdo la esperanza de que al menos una persona piense al leerlo que he sido original.

         Cuando yo era niño, a las gaviotas las llamábamos "pavanas", y creo que todavía aquí en Ceuta mucha gente las sigue llamando así. Cierta mañana, yendo yo con otros niños por la Marina hacia el Colegio de San Agustín, vimos un pequeño bando de gaviotas jóvenes quietas sobre el agua a pocos metros de la muralla del paseo. Y no sé por qué cruel impulso, acaso por la incomprensible crueldad que existe a veces en los niños, nos dedicamos a apedrearlas. Pero sólo una piedra, la mía, fue a dar contra una de aquellas avecillas, precisamente sobre su lomo entre las dos tiernas alas. Y allí quedó la pobre, tronchada, descuajaringada sobre el agua, sin comprender siquiera por qué le había tenido que ocurrir aquello. Confieso que enseguida me avergoncé de mí mismo y maldije mi puntería. Pero nunca pude olvidar aquel cuerpecillo blanco flotando deshecho en el agua como un despojo.

         Esta mañana, al levantarme y abrir la ventana de mi cuarto, me he quedado absorto ante el espectáculo de una enorme bandada de gaviotas, posadas igualmente quietas en el agua del puerto. Parecían una numerosa flota de barquitos de papel que estuviera asediando a la ciudad. No sé cuántas habría, doscientas o tal vez más. La mañana, en aquella primera hora, tenía esa calma y ese silencio que tienen siempre en Ceuta las mañanas de los domingos y días de fiesta. Yo acababa de leer en la cama E Faro, aún con el olor a tinta en sus hojas, y me hallaba con el espíritu conmocionado por la terrible noticia de que una niña ceutí de doce años se estaba debatiendo entre la vida y la muerte. Sólo la contemplación de aquellos cientos de gaviotas me distrajo un poco la atención. El suave vientecillo mañanero las orientaba de tal forma que todas ellas permanecían mirando hacia la ciudad. Sus cientos de pares de ojos observaban atónitos el caserío, sorprendidos quizás de su presencia, ignorantes las aves de los muchos dramas, inquietudes y peripecias humanas que seguramente estaban ocurriendo tras aquellas paredes y ventanas que veían.

         Hace unos días he leído que en Huelva ha habido una hecatombe de gaviotas. Miles de ellas, quizás todas, murieron envenenadas por una estupidez de los hombres: habían ingerido inocentemente todo un cargamento de gambas que fueron tratadas con no sé qué producto químico y arrojadas al mar. Cuando leí la noticia sentí lástima por ellas y me vino a la memoria aquella otra que yo maté de niño por un estúpido comportamiento mío. Quizá por eso, como desagravio, estoy escribiendo ahora este artículo.

         No concibo el paisaje de Ceuta sin gaviotas. Y esta mañana, al descubrirlas tan quietas, tan serenas, tan bellas sobre el agua del puerto, me ha parecido por unos instantes que todo era distinto a mi alrededor, que la ciudad era una ciudad feliz, que no había cerca ninguna angustia, que los seres humanos no éramos ni estúpidos ni insensatos, y sobre todo que una niña de doce años no se encontraba rota en la cama, como aquella pequeña gaviota que un día yo apedreé.


        
(Ilustración original para el libro: Vicente Álvarez)


Gaviotas en la playa de El Chorrillo (fotografía: Carlos Díaz)

4 comentarios:

  1. Bonito relato Paco, tu pluma me hace volver a mi niñez, yo también apedreé a algún que otro painico en la playa de mi barriada O´donnell, pero nunca hice blanco. Como hombre de mar que fui, y hoy lo sigo siendo en la distancia, he de decirte que cuando las pavanas se reunen placenteramente en esa quietud es augurio de mal tiempo.

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    1. Aunque el relato no es de Paco Sánchez Montoya (bastante tiene él ya con sus maravillosos estudios sobre la historia de Ceuta y su buen hacer en el mundo de la fotografía), se agradece el comentario, pues hombre amante del mar fue también el autor del artículo en cuestión, Juan Díaz Fernández.

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  2. Mi querido profesor, cuántas veces hice yo lo mismo de niño, cuando una de mis distracciones favoritas (como la que cuenta Rafael más arriba) era ir a la playa de mi barrio, O'Donnell, a tirar piedras a todo lo que se moviera -y lo que se movía eran por supuesto, pavanas-. Yo no recuerdo exactamente si maté alguna, aunque no me extrañaría haber hecho puntería en alguna ocasión.
    Gracias por este artículo de tu padre, Ismael y gracias a Paco por enlazarlo.
    Un abrazo a los dos.
    Carlos Bernal

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    1. Hoy los adolescentes se entretienen matando "viejecitas" en los videojuegos. No sé si lo que hacíamos en nuestra infancia y adolescencia, allá por los años 60, era más salvaje. Pero una cosa está clara: eran rituales de iniciación, de conocimiento del mundo, de proyectos de aventuras, aspectos todos que nos fueron madurando y nos forjaron como lo que somos. La vida era la vida, con sus claros y sus oscuros, y no esas torres de marfil o de cristal en las que viven los jóvenes de hoy, tan superprotegidos y apartados de la verdadera realidad que, cuando tienen que involucrarse en ella, tropiezan en muchos casos por su absoluto desconocimiento e indefensión.
      Gracias Carlos por tus palabras, y aprovecho como tú para agradecer a Paco Sánchez el enlace.

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