jueves, 2 de febrero de 2012

EL BUZO

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         Ahora los llaman "buceadores" y "hombres ranas", pero yo prefiero seguir llamándolos como cuando era niño: buzos.

         Ayer estuve viéndolos trabajar en los nuevos espigones de la Marina y me vino a la memoria el buzo de hace ya muchos años, el que yo veía muchas mañanas cuando me dirigía al colegio de San Agustín. Aquel era para mí un personaje fascinante: no lo consideraba como uno más de los que trabajaban en el puerto, sino como un explorador de los misterios submarinos, un hombre esforzado y valiente que descendía al fondo del mar y por allí se movía entre peligros y maravillas. Su trabajo, muy arriesgado en mi opinión, me lo convertía en una especie de héroe. Por eso lo traigo hoy a esta columna, como un homenaje que debía a su presencia en mis recuerdos.

         Muchas veces me paré a contemplar desde la muralla de la Marina la embarcación del buzo. Me gustaba observar cómo lo iban vistiendo cual si fuera un antiguo caballero al que sus servidores preparaban para un combate: primeramente le ayudaban a meterse en el ancho y tieso traje impermeable; después le calzaban las grandes y pesadas botas; luego le colgaban los lastres de plomo, unos a la cintura y otros al pecho y a la espalda como un escapulario; y por último le colocaban la escafandra esférica de bronce que atornillaban en torno a su cuello. Un largo tubo de goma unía la escafandra a una bomba inyectora de aire que hacían funcionar dos hombres dando vueltas sin parar a unas grandes manivelas. Una vez vestido así, cuando el buzo se ponía de pie, me parecía un gigante. Luego veía cómo bajaba por una escalerilla desde la embarcación al agua y desaparecía bajo la superficie.

         Cuando el buzo estaba bajo el agua, un borboteo de burbujas me indicaba el sitio donde se hallaba. Yo podía seguir así su lento caminar por el fondo y me imaginaba las cosas que él podría estar viendo: bosques de algas agitadas por el agua, rocas iluminadas por la tenue claridad que llegaría desde arriba, espacios claros de arena por donde se movían las estrellas de mar, restos de barcos hundidos, bandadas de peces plateados, pulpos de gran tamaño, temibles zafíos gigantescos... Me contaron una vez que cuando empezaron a construir el muelle de Alfáu,  un enorme zafío mordió el brazo de un buzo y se lo cortó. Posiblemente esto no fuera más que una leyenda, pero yo entonces la tenía por una historia verdadera. Y aquello me hacía valorar mucho más el trabajo del buzo.

         Hoy ya no es igual para el asombro y la admiración de los niños de ahora. Cierto es que los buceadores u hombres ranas hacen los mismos trabajos y corren iguales peligros. Pero ya no dependen del aire que les suministren desde una embarcación a través de un largo tubo que es como un cordón umbilical por donde llega la vida. Ahora respiran de unas botellas con aire a presión que llevan a la espalda como una mochila. Y son más ágiles e independientes. Ya no los visten y los calzan, ni les colocan la escafandra en una cuidadosa y parsimoniosa ceremonia, sino que ellos mismos se enfundan un mono elástico muy pegado al cuerpo y se ajustan a la cara unas grandes gafas de buceo submarino. En definitiva, presentan un aspecto con el que ya estamos todos muy familiarizados porque lo vemos hasta en las playas durante el verano. Además, ni siquiera el fondo en el que trabajan es ya un misterio para nadie: no hay lugar para el asombro o la leyenda, y los grandes pulpos y zafíos se han escuchimizado con la contaminación marina.

         Es por eso por lo que prefiero recrearme con el encanto que me producía aquel buzo de mi niñez que hoy surge entre mis recuerdos: tenía más poesía.


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