(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)
Si cuando muere un árbol hubiera que publicar alguna especie de nota necrológica por la cual se comunicase la triste noticia a todos cuantos se pudieran sentir afectados por su desaparición, hoy, 2 de julio de 1976, habría que difundir el siguiente comunicado: "En el día de ayer el gran árbol de la calle de la Marina, junto a las casas militares, ha dejado de existir".
Así de escueto, así de lacónico, pero suficiente para que todos los amantes de los árboles de Ceuta recibieran el duro golpe con la dureza de la sierra que, tras denodados esfuerzos, consiguió talarlo.
Era un "Ficus nítida", llamado también en Canarias "Laurel de Indias", según me dijo mi amigo el botánico. No sé cuántos años tendría, pero pienso que muchos, como las cosas venerables por su vejez. Pero conservaba el tronco recio y la copa frondosa. Sus múltiples ramas se abrían generosamente hacia lo alto y hacia los lados como brazos gigantescos que quisieran coger estrellas o acariciar a los niños. Su hermosa figura de viejo patriarca parecía un milagro de la Naturaleza, permanentemente renovado cada año entre los bloques circundantes de cemento y hormigón. Tenía a la vez gracia y serenidad, bondad y optimismo, y yo diría que incluso humanidad, como si de un santo varón se tratase. Y, sin embargo, fue guillotinado por el solo delito de estar allí, estorbando quizá los planes de los hombres para aquel lugar. Un tribunal de técnicos y pragmáticos había decidido condenarle, sin dar tiempo siquiera a que salieran en su defensa los pájaros y los poetas. Y la ejecución se cumplió sin apelación posible.
Ya no queda nada más que hacer por él que el homenaje sencillo de este adiós. No nos sobran árboles como ése aquí en Ceuta. Y a mí, que no entiendo mucho de técnicas ni de pragmatismos, me resulta muy triste tener que aceptar el hecho de que los hombres no hayan sabido encontrar una solución para conservarlo. Ahora se levantará en el lugar que ocupaba otro bloque de cemento y hormigón en el que rebotarán nuestras miradas y se estrellará nuestra costumbre de ver allí un árbol hermoso y magnífico cada mañana al ir al trabajo y cada tarde al pasear sosegadamente por la acera de la Marina. La funcionalidad ha vencido una vez más a la Poesía. Triste pero inevitable conclusión.
No se me ocurre culpar a nadie. Si acaso cargaré el hecho en la cuenta del destino que hace que unas cosas tengan que morir para que otras vivan. Pero cada vez que pase por allí no podré evitar la idea de que me han matado a un ser querido, de que han matado a un testigo de la vida ceutí de otro tiempo, de que me han matado también un poco a mí. Claro que en medio de un mundo en el que ya la Naturaleza se bate en retirada ante el avance arrollador de la civilización tecnológica y pragmática, no tiene importancia el hecho de que desaparezca un árbol hermoso y patriarcal, aunque los pájaros y los poetas lo echen de menos. La vida es así. Y ahora en el paisaje de mi calle de La Marina ha quedado un hueco, un vacío, que pronto será llenado con otro nuevo bloque de hormigón.
(Ceuta. Marina Española. Años 70. En el centro de la foto se vislumbra el árbol al que se alude en el artículo)