lunes, 18 de junio de 2012

REQUIEM POR UN ÁRBOL


(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


   Si cuando muere un árbol hubiera que publicar alguna especie de nota necrológica por la cual se comunicase la triste noticia a todos cuantos se pudieran sentir afectados por su desaparición, hoy, 2 de julio de 1976, habría que difundir el siguiente comunicado: "En el día de ayer el gran árbol de la calle de la Marina, junto a las casas militares, ha dejado de existir".
Así de escueto, así de lacónico, pero suficiente para que todos los amantes de los árboles de Ceuta recibieran el duro golpe con la dureza de la sierra que, tras denodados esfuerzos, consiguió talarlo.
Era un "Ficus nítida", llamado también en Canarias "Laurel de Indias", según me dijo mi amigo el botánico. No sé cuántos años tendría, pero pienso que muchos, como las cosas venerables por su vejez. Pero conservaba el tronco recio y la copa frondosa. Sus múltiples ramas se abrían generosamente hacia lo alto y hacia los lados como brazos gigantescos que quisieran coger estrellas o acariciar a los niños. Su hermosa figura de viejo patriarca parecía un milagro de la Naturaleza, permanentemente renovado cada año entre los bloques circundantes de cemento y hormigón. Tenía a la vez gracia y serenidad, bondad y optimismo, y yo diría que incluso humanidad, como si de un santo varón se tratase. Y, sin embargo, fue guillotinado por el solo delito de estar allí, estorbando quizá los planes de los hombres para aquel lugar. Un tribunal de técnicos y pragmáticos había decidido condenarle, sin dar tiempo siquiera a que salieran en su defensa los pájaros y los poetas. Y la ejecución se cumplió sin apelación posible.
Ya no queda nada más que hacer por él que el homenaje sencillo de este adiós. No nos sobran árboles como ése aquí en Ceuta. Y a mí, que no entiendo mucho de técnicas ni de pragmatismos, me resulta muy triste tener que aceptar el hecho de que los hombres no hayan sabido encontrar una solución para conservarlo. Ahora se levantará en el lugar que ocupaba otro bloque de cemento y hormigón en el que rebotarán nuestras miradas y se estrellará nuestra costumbre de ver allí un árbol hermoso y magnífico cada mañana al ir al trabajo y cada tarde al pasear sosegadamente por la acera de la Marina. La funcionalidad ha vencido una vez más a la Poesía. Triste pero inevitable conclusión.
No se me ocurre culpar a nadie. Si acaso cargaré el hecho en la cuenta del destino que hace que unas cosas tengan que morir para que otras vivan. Pero cada vez que pase por allí no podré evitar la idea de que me han matado a un ser querido, de que han matado a un testigo de la vida ceutí de otro tiempo, de que me han matado también un poco a mí. Claro que en medio de un mundo en el que ya la Naturaleza se bate en retirada ante el avance arrollador de la civilización tecnológica y pragmática, no tiene importancia el hecho de que desaparezca un árbol hermoso y patriarcal, aunque los pájaros y los poetas lo echen de menos. La vida es así. Y ahora en el paisaje de mi calle de La Marina ha quedado un hueco, un vacío, que pronto será llenado con otro nuevo bloque de hormigón.




(Ceuta. Marina Española. Años 70. En el centro de la foto se vislumbra el árbol al que se alude en el artículo)

lunes, 28 de mayo de 2012

¡BARCOS, PAPÁ, BARCOS!


(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)
       
                                           A un niño que alborozado veía la flota,
                                                                        al niño que todos llevamos dentro.
Es innegable la fascinación que los barcos han ejercido siempre sobre los niños, una fascinación que va más allá del simple recreo de la mirada y llega con su encanto mágico a las misteriosas regiones del espíritu.
Un mundo de velas y mástiles, de afiladas proas y levantados puentes, de atrevidas singladuras y batallas navales, llena las mentes infantiles como un milagro para la fantasía y el anhelo: barcos para jugar en reducidos mares de bañeras, playas y charcos; barcos para pintar con lápices de colores en las arrugadas hojas de un cuaderno escolar o para recortar con mano temblorosa y tijeras hurtadas a la cesta de costura de la mamá, o para construir con un pedazo de madera o de corcho; barcos para contemplar con ojos maravillados o para subir en ellos alguna vez con la emoción de una inusitada aventura; barcos, en fin, para el asombro o la sorpresa, para la alegría o el fervor.

     Mi padre me llevaba de la mano muchas mañanas de domingo a recorrer los muelles y ver desde cerca los barcos: los trasatlánticos de orondas siluetas, blancos y lujosos como palacios; los oscuros cargueros de chimeneas negras y delgadas; los motoveleros de cabotaje, siempre atiborrados de cajones, barriles y sacos; los pequeños faluchos y traíñas que olían a brea y a pescado; y sobre todo los impresionantes navíos de guerra pintados de gris, con sus torres de cañones desafiantes. Mi entusiasmo se desbordaba en la contemplación de todos ellos, gozando ávidamente con sus figuras multiformes, con sus ruidos y pitadas, con el trasiego de a bordo y hasta con sus olores. Y miraba a las tripulaciones, a los oficiales, y a los pasajeros como seres afortunados y distintos que se movían en un ambiente que estaba para mí más allá de la realidad cotidiana.
Luego, cuando volvía a mi mundo diario del hogar y la escuela, a las tareas y al juego, al garabato pintado y a la construcción desmañada, a solas con mis sueños inocentes, quería llegar a ser marino algún día para tener un barco grande con muchas velas, con muchas chimeneas, con muchos palos y muchos cañones. Soñaba en recorrer todos los mares y puertos del mundo, capear todos los temporales y participar en todas las batallas. Deseaba ser a la vez piloto y almirante, grumete y capitán, el que sube el ancla, el que gira la rueda del timón, el que toca la sirena y el que dispara los cañones, contramaestre, señalero, radiotelegrafista y vigía. Porque los niños -esto lo sé bien ahora- lo quieren ser todo y todo lo quieren hacer, sin que para ellos existan limitaciones en el vuelo ilusionado de su fantasía.
Por todo eso, hoy, anclado definitivamente en la renuncia de aquellas ansias y viendo cómo un niño miraba embelesado desde la baranda de la Marina, bajo mi balcón, la entrada de la flota en el puerto, he vuelto a sentirme niño otra vez. Y me han venido a la memoria otros barcos y otros nombres: el CANARIAS, el BALEARES, el ALMIRANTE CERVERA, los cañoneros DATO y LAURIA, el trasatlántico MARQUÉS DE COMILLAS, etc., barcos ya desaparecidos en la muerte heroica de la guerra o en la honrosa jubilación del desguace, pero cuyas figuras y nombres permanecen vivos en mis recuerdos.
     Una extraña y lejana voz me ha subido a la garganta como el eco viejo y persistente de otra voz de mi infancia: ¡Barcos, papá, barcos!... Y he alzado la mirada al cielo, buscando en el recuerdo de mi padre un consuelo a mi tristeza de hombre sin barcos ya para el juego o el ensueño.


(Los hijos del autor, Carlos e Ismael, de derecha a izquierda, acompañados de un amigo de la infancia)

miércoles, 16 de mayo de 2012

LOS NOMBRES DEL CALLEJERO


(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         Eso de bautizar las calles, las plazas y las barriadas con nombres de personajes de la vida política y autoridades de la administración o del municipio es algo que nunca me ha gustado. Porque pienso que la importancia de las personas cuyos nombres sirvieron para el bautizo de los lugares, puede ser transitoria, cuando no efímera o breve, y ahí quedan esos nombres para siempre, sin que dichas personas merecieran de verdad esta especie de inmortalidad.

     El pueblo bautiza muchas veces a una calle o a una plaza o a una barriada en un impulso de espontaneidad, queriendo identificar a los lugares por algo específicamente suyo que no se da en otros. Así, aquí en Ceuta tenemos el Rebellín, la Brecha, el Puente, la Botica, la Marina. Villajovita, la calle Real, la Almadraba, el Obispo, el Sarchal, el Morro, las Palmeras, la Puntilla, Maestranza el Recinto, el Ángulo, las Puertas del Campo, la calle Larga, la Muralla, Otero, etc., nombres todos de solera ceutí, y que a pesar de que a esos lugares se les han dado otras nominaciones oficiales, nunca se les dejó de nombrar familiarmente de aquella manera, que el pueblo y la vida les asignaron.

     Mi amigo el Concejal anda estos días dándole vueltas en su pensamiento a esta cuestión de los nombres del callejero. Y yo, por ayudarle en sus cavilaciones, me he atrevido a sugerirle algunos para bautizar o rebautizar lugares. Se me han ocurrido nombres que nada tienen que ver con la política ni con los personajes oficiales de ningún momento. Nombres de la naturaleza, de benefactores de la humanidad, o de artistas, escritores, científicos que alcanzaron la inmortalidad. Incluso nombres de ideas abstractas, como la Alegría, la Esperanza, la Unión, la Paz, etc. Pero mi amigo se ha escandalizado un poco por mis sugerencias porque no están en línea con la actitud que viene siendo tradicional desde hace mucho tiempo.

     -¿Pero es que tú te crees -me dice- que a una calle se le da un nombre sólo para que se llame de alguna manera? ¡Hay que dar a las calles, plazas y barriadas unos nombres que perpetúen la memoria de personas a las que la ciudad deba algo o que hicieron algo grande por ella!...

     Y yo le contesto que estoy de acuerdo, pero sólo en parte. Pues repaso mentalmente el callejero de Ceuta y encuentro nombres que me hacen dudar de la razón de sus merecimientos.

     Las calles y los demás lugares públicos deben servir para honrar con sus denominaciones a aquellas personas que de verdad merezcan ser recordadas siempre. Por su vida ejemplar. Por su entrega a la ciudad. Por sus obras artísticas y creativas. Por su heroísmo o por su santidad. Porque, en definitiva, tanto los honores como los premios deben ser merecidos por quienes los reciben, y no sólo otorgados por la simple voluntad de quien los concede.

     Esta es mi opinión, claro. Muy discutible, por supuesto. pero es la mía. Y, afortunadamente, los nombres de nuestras calles, plazas y barriadas no van a depender nunca de lo que yo opine, pues si así fuera, seguro que cambiaría más de un rótulo. Pues en esto pasa también que "ni están todos los que son, ni son todos los que están".







jueves, 10 de mayo de 2012

ABELARDO


(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         Tiene su pequeña fama en Ceuta: la del que está en todas partes, como Dios. Le inviten o no, él asiste a todo, lo mismo a una fiesta que a un duelo, y saluda a todo el mundo cordialmente, confianzudamente incluso, siempre atento, servicial, comunicativo y sin malicia. Y no hace daño a nadie, más que a los intolerantes que no soportan su ubicuidad, y a los envidiosos que no aciertan a estar en tantos actos, sucesos y lugares como él. Pero a mí, en particular, me cae bien este curioso personaje ceutí, pelirrojo y miope, con más ingenuidad y buena voluntad que discreción.

     Cierta noche, cuando por una rara suerte había yo conseguido al fin conciliar el sueño, me despertó a altas horas de la madrugada la interminable pitada de un coche aparcado en la calle de la Marina, justo al pie de mi ventana. Se le había disparado el claxon espontáneamente sin que hubiera nadie en su interior, y aquel molesto sonido no cesaba de perforar mis oídos. Así que tuve que levantarme de la cama, vestirme y bajar a la calle a ver qué podía hacer yo para acabar con aquel inoportuno y condenado pitido. Pero el vehículo estaba cerrado con llave y yo no sabía por dónde meterle mano. Por la calle, a esas horas, no pasaba ni un alma en pena. Y yo me desesperaba porque presagiaba una noche en vela. Pedí mentalmente a la Providencia que apareciese alguien, algún otro vecino desvelado, algún vigilante nocturno, alguien en fin que supiese remediar aquel torturante concierto de una sola nota aguda y pertinaz. Pero sólo gatos y perros merodearon por allí, husmeando por entre las bolsas de basura. 

     De pronto escuché un ruido de pasos aproximándose por la calle de La Legión. "Bendito sea el que llegue", pensé. Y era Abelardo, que regresaba a su casa de sabe Dios dónde, y le atrajo aquel estruendo. Enseguida se metió bajo el coche, trasteó por allí no sé cómo, y acabó con el impertinente pitido. ¡Confieso que le hubiera besado, del alivio que sentí! Por eso lo traigo hoy a esta columna, porque una noche me devolvió el silencio.

     Se podrá pensar o decir que estas cosas no son para contarlas en un periódico. Lo lamento. Pero sucesos tan intrascendentes como éste y personas sin más merecimientos que estar en el paisaje humano que me rodea tienen también su importancia para mí: la importancia de ocupar un pequeño lugar, muy pequeño si se quiere pero lugar al fin, en eso que llamamos la pequeña historia de cada día. ¡Y, naturalmente, esta columna no iba a ser un sitio en donde mi amigo Abelardo no pudiera estar también!



(Abelardo)

sábado, 5 de mayo de 2012

ANGEL R. LILLO


(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         Ha muerto Ángel R. Lillo, escultor. Y la muerte, para mayor crueldad, le ha asestado su puñalada lejos de Ceuta, lejos de donde él quería que se quedase su obra favorita, su Dama de Ceuta, como la más hermosa huella de su paso por el mundo que podía dejar en la tierra que le vio nacer. Ha muerto, y su Dama de Ceuta, por desidia de quienes se tienen que ocupar de estas cosas en esta ciudad, se va a quedar en la tierra que vio morir a su autor. ¡Cosas del destino, tristes cosas en las que los hombres han tenido también su culpa!

         Hacía sólo un mes, o menos, que Ángel había regresado de Ceuta a los EE.UU. donde residía desde hace años y donde tenía su taller y casi toda su obra. Estuvo aquí con nosotros en el mes de julio y parte de agosto. Y había expuesto en la sala Caja Ceuta una muestra de su obra pictórica. Además, y para que conociéramos algo de su abundante producción escultórica, casi toda en EE.UU., nos ofreció una proyección de diapositivas que él mismo fue comentando con amenas palabras, cargadas de humanidad y sencillez, como en una conversación entre amigos. Vino postrado en una silla de ruedas, roto por una enfermedad. Y sin embargo, a pesar de su desvalimiento, había en su mirada y en su sonrisa una especie de serena paz y de alegría, como sintiéndose muy feliz de estar de nuevo entre los suyos. Pero había también en él un cierto aire de dolido cansancio. Su pena, su amarga congoja -según nos confesó a algunos amigos-, era que su Dama de Ceuta no estuviera aquí. Y yo propuse públicamente, en este mismo periódico, que habría que organizar una suscripción popular para rescatar esa obra, en el caso de que otras instancias más pudientes y obligadas no asumiesen esa empresa.

        Pero Ángel R. Lillo se ha ido definitivamente a donde ningún regreso es posible, y no ha podido ver cumplido ese deseo suyo. ¿Qué se puede decir ahora?, ¿de qué sirven ya las palabras? Cuando se pudo hacer, no se hizo. Se le pusieron trabas, pretextos, condiciones, etc. Y en cambio no se tuvieron remilgos para instalar en pleno corazón de la ciudad dos mediocres estatuillas de un escultor foráneo, pagadas, eso sí, a muy buen precio. Esta es una de las contradicciones de esta ciudad, que parece vivir siempre vuelta hacia sí misma, pero ignora a veces a sus propios hijos.

     Yo no sé qué sino fatal parece complacerse en que artistas ceutíes mueran lejos de Ceuta. Primero fue el poeta José María Arévalo, y ahora Ángel R. Lillo. Pero si aquél tuvo la fortuna de que aquí en Ceuta se le rindiera el homenaje que merecía, no ha ocurrido lo mismo con éste. Y lo que es peor y más penoso: la Dama de Ceuta se queda allá en tierras americanas, donde muchos podrán contemplarla y disfrutar con su belleza sin pensar para nada en la ciudad que le da nombre.

     En ningún jardín de esta ciudad, ni en ningún otro lugar público donde pueda estar a la vista de todos, hay alguna obra de Ángel R. Lillo. A muchos ceutíes este nombre tampoco les dice nada, o si acaso recuerdan que un día, no hace mucho, apareció en el periódico porque había hecho una exposición. Ahora, tal vez, por eso de la importancia que da la muerte, muchos aquí alcanzarán a saber que era un escultor, que nació y creció aquí, que se marchó a EE.UU. Y que su obra la Dama de Ceuta se exhibe en un museo norteamericano. Yo confío en que, como homenaje póstumo, sientan la emoción que da el orgullo: como hijo que era de Ceuta, bien merece que nos sintamos orgullosos de él. Es lo menos que le debemos.




Ángel R. Lillo (1930/1989). In Memoriam





lunes, 30 de abril de 2012

CANCION TRISTE POR UNA LIBRERIA

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)


         La primera vez que entré en la Librería Cortés era yo casi un niño y fui con mi padre a comprar allí los textos de Primer Curso de Bachillerato. Mi padre compró también para él unas novelas de la colección Molino, a 0'95 pts., y para mí además unos libros de cuentos. Pocos días después, mi padre se marchaba a la guerra (era por el año 37) y me hizo prometer que le escribiría contándole aquellos cuentos. Hoy pienso que esa tarea, que yo fui cumpliendo fielmente cada domingo, debió de ser el inicio de mi adiestramiento en lo poco que he llegado a saber hacer en esto de escribir.

         Más adelante, ya en la postguerra, algo más crecido yo y con un atisbo de bozo bajo mi nariz, seguí entrando en la Librería Cortés a por más textos de Bachillerato y también a por novelas de Julio Verne, de Zane Grey, de Emilio Salgari y de James Oliver Curwood, que por entonces me apasionaban. Luego, ya con mis primeras gafas y mi primer enamoramiento, continué frecuentando aquella librería buscando títulos de Bécquer, Galdós, Chesterton, Stevenson, Dostoievsky, Pirandello, Tagore y un largo etcétera en el que cabía todo lo legible que se podía adquirir en una librería de la España de entonces, excluidos por supuesto Lorca, Valle Inclán, Unamuno, Ortega y demás proscritos de la época.

         Recuerdo que existían dos librerías en la calle Real: la de Cortés y la de Menacho, las dos con su solera, su ambiente, su polvo y su olor característico. La primera en el mismo sitio donde ha estado siempre; la segunda en la parte más angosta de la calle, justo enfrente de lo que actualmente es el edificio donde se ubica el Banco Español de Crédito.

         La librería Menacho desapareció hace muchos años. Hoy he sabido que también la Librería Cortés va a desaparecer dentro de pocos días, dos o tres semanas a lo sumo. Y me ha dolido la noticia como duele, no quepa dudas, que desaparezcan del paisaje las imágenes que durante años fueron familiares a nuestros ojos. Pues aunque vivimos ahora en un mundo demasiado cambiante, no podemos evitar a veces un gesto de disgusto, por no decir de dolor, cuando un vetusto edificio, o una pequeña plazuela, o una tienda como en este caso, o simplemente un gran árbol, se pierden y dejan de compartir con nosotros los días y la vida.

         En verdad, la Librería Cortés había empezado a desaparecer hace ya algunos años, desde que murió su propietario D. José Cortés Noguerol. Pero se lograba mantener con su viuda, a trancas y barrancas, más o menos fiel a lo que era cuando yo entré por primera vez en ella. Había perdido, eso sí, su fisonomía decimonónica: las viejas maderas habían sido sustituidas por otros materiales más acordes con los tiempos, sin el rancio sabor de aquellas; se remozó la fachada, y una nueva concepción del espacio interior había acabado con el antiguo mostrador, las estanterías y la trastienda. A nuevos tiempos y personas, una nueva imagen, con cristales, aluminio y luz de neón. Incluso el ambiente aromatizado con ozono pino o limón había desplazado al antiguo olor a papel, a encuadernación, a lápices, y un poco también a suelos fregados con solo agua y jabón.

         La Librería estuvo atendida por D. José Cortés hasta su muerte, y con él solía estar también su hermana, fallecida igualmente hace pocos años. El señor Cortés, lo recuerdo bien, era un hombre que a primera vista parecía algo distante, poco comunicativo con el cliente, pero afable y servicial, esto sí, y con sólo las palabras precisas. Sin embargo, las veces que yo me llegaba por allí, aunque sólo fuese por echar una ojeada a.los libros expuestos, él me retenía un rato y charlaba conmIgo, sobre libros naturalmente, e incluso me hacía pasar a la trastienda a husmear entre los muchísimos que en ella se guardaban y donde en muchas ocasiones encontré el libro raro, el abaratado por ser de una edición obsoleta... o simplemente el que no solía poner a la vista por no ser de fácil reclamo para todos los públicos. ¡Más de una lectura interesante le debo yo a las recomendaciones que me hizo D. José Cortés!...

         Paquita, su hermana, era diferente, más locuaz aunque menos entendida en libros. Sabía despachar lo que le pedían, pero nada más. Cuando murió ella también, le dediqué un artículo que se publicó en este mismo periódico. (“Paquita Cortés”)

         La historia de una ciudad está conformada también de estas cosas. A muchos ceutíes la desaparición de esta Librería tan entrañable, a pesar de lo mucho que había cambiado, les va a suscitar una cierta emoción no exenta de un cierto disgusto por que las cosas tengan que ser como son. Pero un simple acontecimiento como éste, la desaparición de una tienda conocida, sin mayor importancia que la de ser un negocio que se cierra, sirve para reiterarnos una vez más la inexorable realidad: que todo pasa, que todo se termina, que todo se nos va quedando atrás en el viaje de la vida. Mas, como se lee en un poema de Worthword que alguna vez he citado, "aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba... no debemos afligimos, porque la belleza subsiste en el recuerdo". Y recordar la vieja Librería de nuestra adolescencia es siempre bello, aunque con una pincelada de tristeza.




(Al no encontrar ningún documento gráfico referente a la Librería Cortés, objeto de este artículo, he optado por poner un anuncio publicitario de la Librería El Estudiante, fundada a mediados de los 60 por el autor del texto, asociado a Don Antonio García Moreno)

lunes, 23 de abril de 2012

NIÑOS EN UNA PLAYA

(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)




Los niños no ven las cosas con los mismos ojos que las personas mayores. Por eso pensarán muchas veces que los mayores son terriblemente injustos, absurdos y crueles. Ellos no pueden comprender todavía la razón de muchos comportamientos y acciones. Y de ahí que en su alma se produzca a veces un sentimiento de decepción, una decepción que no pueden expresar con palabras pero que se traduce en sus tristezas, en sus melancolías o en sus rabietas.
El mundo no es como lo ven los niños. Para ellos, por ejemplo, un vidrio roto es un objeto maravilloso que permite ver de otro color los árboles, el cielo y las caras de los demás. Pero las personas mayores les dicen que es un objeto peligrosísimo que no deben tener en las manos. Para un niño, los otros niños no son más que eso: otros niños. Con ellos se puede jugar, dar volteretas y revolcones, y repartir lo que cada uno tenga, llevando a la práctica sin saberlo aquello de "lo tuyo es mío y lo mío es tuyo". En cambio, para las personas mayores, los otros niños son algo más: son los niños de los otros padres, y esto tiene su importancia. Y debe ser tenido en cuenta.
Aquellos dos niños se encontraron de pronto juntos en la playa del Chorrillo sin haberse buscado ni llamado, como dos gorrioncillos que por casualidad se hubieran posado a la vez en la misma rama. Uno, el más rubio, llevaba en la mano una palita y un pequeño cubo; el otro, más moreno, sólo un pedazo de corcho atado por una guita al que hacía flotar en el agua como un minúsculo barco. Entre los dos sumarían a lo más ocho años. No necesitaron a nadie para que los presentase, pero enseguida se pusieron a jugar juntos. El cubito, la palita y el corcho-barco cambiaron una y otra vez de manos. Después, los dos niños se sentaron el uno junto al otro en la orilla y se dedicaron a hacer un hoyo en la arena: "un garaje para el barco", decían. Parecían dos viejos camaradas que hubieran pasado mil vicisitudes juntos. Ninguno de los dos conocía todavía el significado de las palabras "orgullo" y "egoísmo". Pero los mayores sí. Y por eso la mamá del niño rubio intervino para deshacer aquella incipiente "Sociedad Constructora de Garajes para Barcos de Corcho". Y la deshizo con sólo seis palabras: "¡Luisito, no juegues con ese niño!"...
La palita y el cubo se fueron por un lado, el pedazo de corcho con su guita por otro. Aquella mañana, en la playa, dos niños más pensaron que las personas mayores son muy difíciles de entender.





(Niños en la playa del Chorrillo, 1952, foto cortesía de Rosa Martínez Vergés)