lunes, 28 de mayo de 2012

¡BARCOS, PAPÁ, BARCOS!


(Artículo perteneciente a la selección “Torre del Faro”, publicada en 1992)
       
                                           A un niño que alborozado veía la flota,
                                                                        al niño que todos llevamos dentro.
Es innegable la fascinación que los barcos han ejercido siempre sobre los niños, una fascinación que va más allá del simple recreo de la mirada y llega con su encanto mágico a las misteriosas regiones del espíritu.
Un mundo de velas y mástiles, de afiladas proas y levantados puentes, de atrevidas singladuras y batallas navales, llena las mentes infantiles como un milagro para la fantasía y el anhelo: barcos para jugar en reducidos mares de bañeras, playas y charcos; barcos para pintar con lápices de colores en las arrugadas hojas de un cuaderno escolar o para recortar con mano temblorosa y tijeras hurtadas a la cesta de costura de la mamá, o para construir con un pedazo de madera o de corcho; barcos para contemplar con ojos maravillados o para subir en ellos alguna vez con la emoción de una inusitada aventura; barcos, en fin, para el asombro o la sorpresa, para la alegría o el fervor.

     Mi padre me llevaba de la mano muchas mañanas de domingo a recorrer los muelles y ver desde cerca los barcos: los trasatlánticos de orondas siluetas, blancos y lujosos como palacios; los oscuros cargueros de chimeneas negras y delgadas; los motoveleros de cabotaje, siempre atiborrados de cajones, barriles y sacos; los pequeños faluchos y traíñas que olían a brea y a pescado; y sobre todo los impresionantes navíos de guerra pintados de gris, con sus torres de cañones desafiantes. Mi entusiasmo se desbordaba en la contemplación de todos ellos, gozando ávidamente con sus figuras multiformes, con sus ruidos y pitadas, con el trasiego de a bordo y hasta con sus olores. Y miraba a las tripulaciones, a los oficiales, y a los pasajeros como seres afortunados y distintos que se movían en un ambiente que estaba para mí más allá de la realidad cotidiana.
Luego, cuando volvía a mi mundo diario del hogar y la escuela, a las tareas y al juego, al garabato pintado y a la construcción desmañada, a solas con mis sueños inocentes, quería llegar a ser marino algún día para tener un barco grande con muchas velas, con muchas chimeneas, con muchos palos y muchos cañones. Soñaba en recorrer todos los mares y puertos del mundo, capear todos los temporales y participar en todas las batallas. Deseaba ser a la vez piloto y almirante, grumete y capitán, el que sube el ancla, el que gira la rueda del timón, el que toca la sirena y el que dispara los cañones, contramaestre, señalero, radiotelegrafista y vigía. Porque los niños -esto lo sé bien ahora- lo quieren ser todo y todo lo quieren hacer, sin que para ellos existan limitaciones en el vuelo ilusionado de su fantasía.
Por todo eso, hoy, anclado definitivamente en la renuncia de aquellas ansias y viendo cómo un niño miraba embelesado desde la baranda de la Marina, bajo mi balcón, la entrada de la flota en el puerto, he vuelto a sentirme niño otra vez. Y me han venido a la memoria otros barcos y otros nombres: el CANARIAS, el BALEARES, el ALMIRANTE CERVERA, los cañoneros DATO y LAURIA, el trasatlántico MARQUÉS DE COMILLAS, etc., barcos ya desaparecidos en la muerte heroica de la guerra o en la honrosa jubilación del desguace, pero cuyas figuras y nombres permanecen vivos en mis recuerdos.
     Una extraña y lejana voz me ha subido a la garganta como el eco viejo y persistente de otra voz de mi infancia: ¡Barcos, papá, barcos!... Y he alzado la mirada al cielo, buscando en el recuerdo de mi padre un consuelo a mi tristeza de hombre sin barcos ya para el juego o el ensueño.


(Los hijos del autor, Carlos e Ismael, de derecha a izquierda, acompañados de un amigo de la infancia)

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